domingo, 30 de junio de 2019

Juan Bautista Topete y Carballo


Topete y Carballo, Juan Bautista. San Andrés de Tuxtla, Veracruz (México), 24.V.1821 – Madrid, 29.X.1885. Marino y ministro (de Marina, Ultramar y Guerra). Hijo y nieto de jefes de escuadra, Juan Bautista nació en el seno de una familia de brillantes marinos, originarios de Morón de la Frontera (Sevilla).

Sus padres fueron Juan Bautista Topete y Viaña (1784- 1847) y Clara Carballo Romay, perteneciente ésta a la alta sociedad de Tlacotalpan, provincia de Veracruz. Su hermano mayor, Ramón (1819-1907), fue vicealmirante y bisabuelo por rama materna de José Ortega Spottorno.

También su hermano menor, Ángel (1829-1886), alcanzó el almirantazgo. Juan Bautista Topete se casó con Joaquina Arrieta Genaten. Y sería tío del futuro almirante Pascual Cervera y Topete (joven teniente de navío en los años del Sexenio).

Juan Bautista Topete ingresó en la Armada a los quince años, en agosto de 1836, y ascendió al grado de alférez de navío en 1839. En los primeros tiempos de su carrera, efectuó gran número de viajes, adquiriendo una sólida instrucción y conocimientos prácticos. En 1841 obtuvo la Cruz del Mérito por salvar la vida de un tripulante caído al agua.

En 1845 era ascendido a teniente de navío. Aquel año su padre, Topete Viaña, salió elegido diputado a Cortes del Partido Moderado por el distrito de Morón; y al año siguiente fue designado ministro de Marina, Comercio y Gobernación de Ultramar (del 12 de febrero al 16 de marzo de 1846), en un efímero gabinete moderado presidido por el marqués de Miraflores.

Mientras aquel mismo año, 1846, Topete Carballo pasó a América, al ser destinado a Cuba, donde permaneció tres años, al mando de la goleta Cristina. 


Posteriormente mandó la corbeta Mazarredo, con la que fue a la península italiana en la expedición organizada por Narváez contra la República Romana de 1849 y para devolver el poder temporal al papa Pío IX; en este caso, Topete embarcó como oficial de órdenes de la División Naval de Cataluña, Valencia e islas Baleares, por lo que tuvo a su cargo el complicado engranaje de la coordinación y bajo su mando estuvieron las fuerzas de desembarco que tomaron la ciudad de Terracina.

Después mandó el bergantín Galiano en sus viajes a Cuba, así como el vapor Bazán. Precisamente por los servicios prestados teniendo a su mando el Bazán, fue nombrado en 1854 secretario interino de la Comandancia General de Guardacostas. Ascendido a capitán de fragata, en 1857 fue encargado de la división de buques pequeños destinados a perseguir el tráfico de negros bozales.

Al año siguiente, en 1858, estuvo en México, con importantes comisiones, donde fue objeto de grandes agasajos. De regreso, le fue concedida la Cruz de Comendador de la Orden de Carlos III. En agosto de 1859 pasó destinado a la Península a las órdenes del general nombrado para el mando de las fuerzas navales de África, con el cargo de mayor general (jefe de Estado Mayor) de dichas fuerzas.

Así participó de forma decisiva en la expedición naval organizada por la Unión Liberal a las costas africanas (1860-1861). Por su destacada actuación mereció las Cruces de San Fernando y San Hermenegildo, una Medalla de Oro con que le distinguió el cuerpo de ingenieros de minas y el nombramiento de coronel de Infantería.

En aquella guerra de África, sus relaciones con el presidente del Consejo Leopoldo O’Donnell fueron excelentes. De hecho, acabada la guerra y en premio, fue nombrado comandante del arsenal de La Carraca (Cádiz). Poco después entró en la política, afiliándose al partido de la Unión Liberal, cuyo jefe era O’Donnell, con el que mantuvo buenas relaciones.

Cádiz le dio sus votos para representarle como diputado en las Cortes de 1862, mientras mandaba el navío Rey Don Francisco de Asís, destinado a la instrucción de los alumnos de la Escuela Naval y de la marinería; con ello pudo desarrollar su menos conocida inquietud por la enseñanza naval militar. En 1864 volvió al mar, siendo destinado a Montevideo al mando de la fragata de hélice Blanca.

En el Pacífico tomó el vapor Jalea, del que se había apoderado la República del Ecuador, y se lo devolvió a Inglaterra, mereciendo ser premiado por ésta y por España. 


En la guerra entre España y las repúblicas de Chile y Perú (la Guerra del Pacífico), en la que luchó junto al brigadier Casto Méndez Núñez, tomó parte principal en el bombardeo de Valparaíso, así como en el combate de El Callao al mando de la Blanca, buque de madera con el que atacó las torres blindadas de la plaza (el 31 de marzo y el 2 de mayo de 1866), siendo gravemente herido en el último, pero recompensado con la Gran Cruz de Isabel la Católica por los méritos contraídos en la acción de Abtao, la Cruz del Mérito Naval por el combate de El Callao y el ascenso a brigadier (almirante) por méritos de guerra.

De regreso a Madrid, no fue tan bien acogido como esperaba, pues el gobierno moderado de Narváez miraba con prevención a sus oponentes políticos, incluidos los unionistas. Entonces fue nombrado capitán del puerto de Cádiz, en donde permaneció hasta el estallido de la Revolución de 1868.

Desde este puesto, tomó parte muy activa en los trabajos preparatorios para la sublevación de la Marina, de acuerdo con Prim y Serrano Domínguez, convirtiéndose en uno de los más eficaces promotores de la Gloriosa. Según parece, exigió que el movimiento revolucionario se iniciara sólo cuando la Reina hubiera dejado Madrid por las costas cantábricas, a fin de que pudiera cruzar la frontera sin peligro.

Era hombre de indudable arraigo en la Armada, como lo prueba la lograda y eficaz coordinación de aquel golpe, para el que consiguió convencer a la Marina. Con el pronunciamiento de 1868, Topete arriesgó su carrera. Sin embargo, sin la Marina, ese golpe habría carecido de la extensión a todo el Ejército, como así fue.

Es más, hasta entonces la Marina se había mantenido al margen de los pronunciamientos del Ejército; en cambio, esta vez había ayudado no ya a una modificación gubernamental, sino al derrocamiento de un régimen y sus instituciones. En todo caso, Topete, más que un revolucionario, era un monárquico, que quería sustituir una Monarquía impopular por otra que gozara del apoyo de la nación.

Juan Bautista Topete tomó la entera responsabilidad del levantamiento y firmó la primera proclama revolucionaria a bordo de la fragata Zaragoza, en la bahía de Cádiz el 17 de septiembre de 1868, anunciando la rebelión de la Marina. De inmediato, envió el vapor Buenaventura para traer a la Península a los generales unionistas que estaban deportados en Canarias.

Antes de que éstos llegaran a Cádiz, acudió Prim, y la escuadra sublevada intimó la rendición de la plaza, llevando como jefe superior a Topete. Secundados los marinos por la guarnición y el pueblo, el gobernador militar entregó la ciudad y se unió a los revolucionarios.

A la llegada desde Canarias de Serrano y los demás generales deportados, siguió la publicación por éstos de un manifiesto más enérgico que el firmado por Topete. A éste se le obsequió con la presidencia de la Junta Provisional de Gobierno creada en Cádiz.

Con el triunfo de la Revolución, Topete ganó mucha fama y fue recibido en Madrid con entusiasmo popular. A pesar de ello, rehusó el ascenso a contralmirante que le fue ofrecido. A las pocas semanas de la Gloriosa, en una carta a su amigo Casto Méndez Núñez, en la que calificaba el movimiento de “revolución moral”, así daba Topete su testimonio:

 “La marina, al iniciar la revolución, ha prestado, a mi juicio, un eminente servicio al país [...] La Historia de ningún país registra una revolución tan radical, hecha con tan admirable orden y generosidad. [...] No ha habido ensañamiento, la bandera de la libertad ha estado íntimamente enlazada con la del perdón. Ha sido verdaderamente admirable la conducta de nuestro noble y generoso pueblo. [...] Para la destrucción, el país estaba preparado; para construir, hay que enseñarle, guiarlo”


(Cervera, 1979: 104-105). En este nuevo período, Topete añadió a su faceta de marino, la nueva de político. Al constituirse el gobierno provisional, Topete fue designado para encargarse de la cartera de Marina, que sólo aceptó cuando Casto Méndez Núñez —héroe de la batalla de El Callao de 1866, a quien él propuso con insistencia— se negó a desempeñarla.

Así pues, Topete fue ministro de Marina del 8 de octubre de 1868 al 22 de febrero de 1869, en el gobierno provisional de Serrano. Y luego, del 25 de febrero al 18 de junio de 1869, durante la presidencia del poder ejecutivo de Serrano y durante la regencia del mismo, del 18 de junio al 6 de noviembre de 1869.

Y finalmente del 9 de enero al 20 de marzo de 1870. Desde este cargo, con una imaginación creativa probada, intentó la reconstrucción de la Marina y el mantenimiento de la vinculación de la Armada al nuevo régimen.

Así su gestión se centró en dos decretos: el primero de supresión de los centros administrativos que estaban en vigor desde 1857 y constituían el todo orgánico del Ministerio de Marina; y, segundo, de creación de una Junta Provisional de Gobierno de la Armada, que habría de funcionar hasta la constitución de un nuevo Almirantazgo (que fue instituido en febrero de 1869); de presidente de ambos organismos actuó Topete, dotándolos de eficacia y eficiencia.

Para ello redactó un proyecto de Ley Naval para ser presentado a las Cortes Constituyentes, que sólo quedaría en esbozo; el reglamento del Almirantazgo, que quedó promulgado el 18 de junio de 1869; y, además, estableció el Tribunal Supremo de la Armada.

Topete tomó el modelo de Gran Bretaña, de manera que el Almirantazgo se arrogara el cometido técnico respecto a la legislación, mando y administración de la Marina, al margen de los cambios políticos y los diversos sistemas de gobierno.

Asimismo, Topete dejó su huella en una serie de reformas, entre las que sobresalen el establecimiento de una Escuela Naval Flotante, con su reglamento y planes de estudio; la aprobación de otra reglamentación para los ingenieros de la Armada, así como para el Cuerpo de Sanidad y Eclesiástico; el desarrollo de la Infantería de Marina, que entendía llamada a operar en el futuro con el Ejército y a la que dio nuevas Ordenanzas; e igualmente la aprobación del Reglamento para la organización de la Artillería de la Armada, pues consideraba que no podía ser un Cuerpo de Estado Mayor.

De su labor al frente del Ministerio, cabe mencionar, asimismo, sus esfuerzos para sofocar la insurrección de Cuba, pidiendo y obteniendo de las Cortes levas suplementarias con las que completar las dotaciones.

Madrid y Vic le eligieron diputado para las Constituyentes de 1869, Cortes en las que ya menguó su popularidad al declararse montpensierista, cumpliendo los compromisos contraídos, como hombre de la Unión Liberal. Entonces, Topete afirmó ser partidario de la candidatura al Trono español de Antonio de Orleans y Luisa Fernanda de Borbón.

Eso hubiera significado una restauración borbónica disimulada, que Prim no estaba dispuesto a admitir; pero, sobre todo, esta opción no era aceptada por el Segundo Imperio francés, pues Luis Napoleón Bonaparte rechazaba de plano la posibilidad de tener a un Orleans reinando al otro lado de los Pirineos.

Coherente con su discrepancia con Prim en esta materia, Topete se mantuvo al margen de la búsqueda de rey. Y en la sesión parlamentaria del 16 de noviembre de 1870, en la que se votó a los candidatos al Trono de España y salió elegido el duque de Aosta, Topete dio su voto a Montpensier.

Por otro lado, cabe señalar que en esos años, Juan Bautista Topete fue el propietario del diario El País, que se publicó en Madrid en 1870-1871. Además de ministro de Marina, Topete también lo fue de Ultramar, interino del 21 de mayo al 13 de julio de 1869.

De igual modo, durante la Regencia de Serrano, Topete fue interinamente presidente del Consejo y ministro de Guerra en ausencia de su titular (Prim) del 26 de agosto al 21 de septiembre de 1869.

Y luego, cuando el fatal atentado contra el general catalán, el propio Prim le pidió que asumiera la Presidencia del Consejo y los Ministerios de Guerra y Estado, cosa que Topete aceptó del 27 de diciembre de 1870 al 4 de enero de 1871, es decir, hasta la llegada del nuevo rey Amadeo.

Accediendo a la invitación que le formulara un Prim moribundo, Topete presidió igualmente la comisión que fue a Cartagena a recibir al nuevo Rey de España, al que le manifestó: “El Regente del Reino me encargó una misión tan honrosa como inmerecida, esto es, salir al encuentro del monarca elegido por las Cortes constituyentes soberanas de la nación.

Acepté respondiendo de la vida del rey con mi propia vida” (Cervera, 1995: 176). Sin embargo, él, que no había votado la candidatura del príncipe Amadeo de Saboya, prefirió no participar en el primer gabinete de esa Monarquía, gobierno de conciliación presidido por Serrano. No obstante, en 1871 ascendió a contra-almirante.

En los asuntos de Cuba, se mostró pesimista respecto a la posibilidad de su mantenimiento por España. En julio de 1871 afirmó:

“Yo no seré reformista respecto a Cuba, porque es la única manera de conservar algún tiempo más aquella honrosa provincia”.


Y en noviembre de ese mismo año, anunció en las Cortes que algún ministro de la Revolución de Septiembre había propuesto la venta de Cuba, cosa que levantó la indignación de la Cámara, obligó a Ruiz Zorrilla a protestar a favor de la integridad nacional y a Figueras a solicitar que se abriese una indagación para averiguar el nombre del ministro que había formulado tal proposición.

A lo largo de la Monarquía saboyana, Topete gozó de la confianza y estimación de Amadeo, participando en diversos gabinetes. Su gestión estuvo encaminada a cuidar de que las reformas que había previsto para la Marina se llevaran a cabo, y en Ultramar a que prevalecieran sus convicciones anti-abolicionistas.

Topete se opuso políticamente a las tendencias de los radicales de Ruiz Zorrilla, a los que combatió en los periódicos El Debate y El Gobierno. A la vez que no ocultó sus simpatías por las personalidades más conservadoras del partido constitucional. Así sería designado ministro de Ultramar del 21 de diciembre de 1871 al 20 de febrero de 1872, en el 4.º gobierno del rey Amadeo, presidido por Práxedes Mateo Sagasta, en momentos en que la posición de las colonias era incómoda.

E igualmente ministro de Marina del 26 de mayo al 13 de junio de 1872, durante el 6.º gobierno de la Monarquía saboyana, presidido por Serrano, a quien sustituyó interinamente (del 26 de mayo al 4 de junio), mientras llegaba del frente del Norte, en donde dirigía la lucha contra los carlistas.

Las circunstancias del momento harían fracasar sus reformas en la Marina; de hecho, el nuevo Almirantazgo tendría una vida efímera, pues al caer Topete en 1873, su obra se disolvió. Su lealtad y adhesión al rey Amadeo se mantuvieron hasta el final, cuando —abandonados por todos— Topete dio escolta personal a los Monarcas a la hora de su salida de Madrid hasta la estación de tren que les conduciría a Portugal.

Durante la Primera República, Topete conspiró abiertamente para derribarla, siendo protagonista de la conjura del 23 de abril en Madrid, por lo que sufrió prisión militar. En efecto, fue encarcelado por breves días en la cárcel militar de San Francisco de dicha capital. Inmediatamente después se exilió a Francia por algún tiempo y luego permaneció alejado de toda actividad política hasta la disolución de las Cortes federales.

Con todo, durante las sublevaciones cantonales de Cádiz y Cartagena, al sumarse buena parte de la Marina a la insurrección, Juan Bautista Topete, acompañado por su hermano mayor Ramón y por el general Malcampo, fue a visitar al ministro de Marina del gabinete Pi, Federico Anrrich, para solicitar barcos a fin de ir a Cartagena a apoderarse de las fragatas sublevadas.

El ministro republicano recibió mal el ofrecimiento y hubo discusiones violentas, sin conseguirse nada. Después, cuando el siguiente ministro de Marina Jacobo Oreyro firmó el decreto —refrendado por el presidente de la República Nicolás Salmerón— por el que se declararon piratas a esas fragatas sublevadas y, en menos de cuarenta y ocho horas, la fragata prusiana Friedrick Karl apresó al vapor Vigilante, los hermanos Topete volvieron a insistir, y tras otro violento altercado con el ministro, tampoco consiguieron nada.

Tuvieron que conformarse con ser meros espectadores indignados. Cuando el 3 de enero de 1874, Serrano se hizo cargo del poder ejecutivo, además de presidente del Consejo, en la fase denominada de República pretoriana (entre el golpe de Pavía y el pronunciamiento de Martínez Campos), Topete fue rescatado para la política y designado nuevamente ministro de Marina, cargo que desempeñó del 3 de enero al 13 de mayo de 1874, en la que sería su última etapa ministerial.

Simultáneamente, marchó al norte de la Península con el mando de los batallones de Marina, ganando a la bayoneta las alturas de San Pedro de Abanto y Somorrostro. En una de las acciones en que tomó parte, según parece, las balas menudeaban a su alrededor y una le cortó la correa que sostenía la vaina de su espada.

Por su comportamiento le fue concedida la Gran Cruz y la placa de San Hermenegildo. A su regreso a Madrid, Topete quedó fuera del gobierno que se organizó en septiembre de 1874, bajo la presidencia de Sagasta.

Posteriormente, censuró de manera enérgica la sublevación militar de Sagunto, al considerarla “una rebelión que en último resultado no podía favorecer, si se propagase, más que al carlismo y a la demagogia, deshonrándonos además a los ojos del mundo civilizado” (Cervera, 1995: 218).

Al ver triunfante la restauración borbónica, resolvió desligarse de toda actividad política, automarginándose de la vida pública y volver a la vida privada, pidiendo la exención del servicio, cosa que no le fue concedida, aunque se le dejó sin destino.

Restaurado Alfonso XII, Topete llegó a reconocerle, prestando su acatamiento al joven Rey, de quien recibió un título de senador vitalicio. Por Real Orden del 30 de septiembre de 1878, el vicealmirante Juan Bautista Antequera le nombró presidente del consejo y administración del fondo de premios para el servicio de Marina.

Por antigüedad, se le promovió al empleo de vicealmirante en septiembre de 1880. Y el ministro de Marina Rafael Rodríguez Arias, el 29 de noviembre de 1883, lo designó vocal de la Junta de Reorganización de la Armada, en donde permaneció hasta su fallecimiento en 1885, año de la muerte también de Alfonso XII y del general Serrano Domínguez.

En diciembre de 1886, el capitán general del departamento de Cádiz, Eduardo Montojo, dispuso que los restos del vicealmirante Topete Carballo fuesen depositados en el Panteón de Marinos Ilustres, orden que hasta hoy no se ha llevado a efecto.

Fuente de consulta: dbe.rah.es/biografías 

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Juan Prim

¡Han matado al presidente! El asesinato de Juan Prim Héroe de guerra y presidente del gobierno durante la revolución de 1868, el general Prim fue tiroteado el 27 de diciembre de 1870 en Madrid mientras iba en carroza a su casa
El atentado de Prim Recreación del momento en que los pistoleros asaltan el carruaje de Prim en la calle del Turco el 27 de diciembre de 1870.


Juan Prim y Prats 

"¡Mi general, nos hacen fuego!" gritó el general Moya, ayudante de Prim, cuando vio que les atacaban. En la imagen Juan Prim y Prats en un grabado en color realizado en 1885.


El nuevo examen de la momia del general Prim 

Tras la muerte de Prim, su cuerpo fue embalsamado y, pasado el funeral, se depositó en un mausoleo en el Panteón de Hombres Ilustres de la basílica de Atocha, de donde en 1971 fue trasladado a Reus, su ciudad natal.

En 2012, dentro de la programación para celebrar el segundo centenario del nacimiento de Prim, un equipo científico analizó la momia y halló indicios de que el general no había muerto de sus heridas, sino de un estrangulamiento.

Esta sorprendente teoría fue desmentida un año más tarde por un nuevo análisis a cargo de un equipo de la Universidad Complutense, que ha confirmado las conclusiones de los médicos que trataron al general.

El nuevo examen Los análisis realizados a la momia de Prim en 2012-2014, además de revelarnos que el general tenía el pelo castaño, que perdió un diente post mortem o que los embalsamadores le colocaron dos ojos artificiales de vidrio, han documentado las diversas heridas que sufrió por el atentado.

La más grave de ellas se localizó en el hombro izquierdo, donde en efecto se encuentra un orificio de 2,5 por 1,5 cm que entra en el cuerpo con una inclinación de 15º hacia arriba.


¿Estrangulado? 

Los autores del análisis de 2012 observaron en la momia de Prim "un surco que parte desde la parte posterior del cuello y presenta continuidad hasta la zona delantera" (a la izquierda), lo cual "sería compatible con un estrangulamiento a lazo". Sin embargo, el informe de 2013 concluye que el surco del cuello se produjo post mortem, a causa de la presión por elementos de la vestimenta.


Amadeo I de Saboya en el funeral del general Prim 

En la litografía realizada en el siglo XIX vemos como Amadeo I de Saboya presenta sus respetos ante el cadáver del general Prim, expuesto en la basílica de Atocha de Madrid.


Isabel II parte a su exilio en Francia 

A partir de 1862 la negativa de Isabel II a llamar al gobierno al partido progresista arrojó a Prim al campo de la insurrección contra los Borbones. Su participación en un pronunciamiento fallido en 1866 le valió una sentencia de muerte que no hizo sino aumentar su popularidad. Desde Lisboa, Prim escribió: "Yo soy el soldado de la nación, [por ella] expongo mi vida para salvarla de la esclavitud en que gime".


El duque de Montpensier

Frente a las acusaciones contra el duque de Montpensier (en una fotografía tomada hacia 1860), su secretario personal, Solís y Campuzano, contraatacaría años después acusando al propio Prim de dejarse sobornar y de haber organizado, un mes antes de morir, un falso intento de asesinato contra sí mismo para implicar al duque.

Fuente de consulta: nationalgeographic 

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sábado, 29 de junio de 2019

‘Buscando a Franco’, novela por entregas escrita por Isaac Rosa e ilustrada por Manel Fontdevila.

Este verano, eldiario.es pública diariamente la novela por entregas 'Buscando a Franco'. Se trata de una crónica informal de la España actual escrita por Isaac Rosa e ilustrada por Manel Fontdevila























Isaac Rosa
/ Manel Fontdevila 


Fuente de consulta: eldiario.es 

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Vigésimo capítulo: Al Rojo Vivo:

Resumen de lo publicado: la huida de Carmela termina en su casa, donde descubre que su propia familia no sabe qué fue de los suyos en la guerra civil y la dictadura. Mientras ve una tertulia televisiva tiene una idea.
“Me llamo Carmela, tengo veinte años, y hasta hace poco yo era de las que creía que Franco era un rey medieval”.

Me repito la frase una y otra vez mientras conduzco hacia San Sebastián de los Reyes, al norte de Madrid. En el asiento del copiloto va mi mochila, más abultada de lo habitual, como si llevase dentro una pelota de rugby. O una cabeza momificada.

Aparco en una calle lateral y busco la puerta trasera donde he quedado con Elvira. Es una compañera de la facultad, está haciendo prácticas en La Sexta. Le he dicho que me gustaría ver cómo se graba un programa de “Al Rojo Vivo”, y ha prometido colarme hoy.

–Corre, que está a punto de empezar –me dice al verme. Paso la mochila por un escáner. Sin sorpresa.

Me quedo con Elvira en el control de realización, desde donde vemos el comienzo de la tertulia. El tema del día es el mismo de la última semana: Franco. En una esquina de la pantalla leo el hashtag elegido hoy: #BuscandoAFrancoARV. El director y presentador del programa ha vuelto de sus vacaciones ante las últimas noticias. Pone cara dramática al contarlo:

–Tenemos una última hora inesperada: el periódico ClikDiario acaba de publicar unas fotografías que a esta hora causan enorme conmoción: la apertura de la tumba de Franco.

–Joder –se me escapa.

–Pero atención, porque no habría sido el gobierno como prometió, sino dos personas cuya identidad se desconoce. Aquí pueden ver las imágenes, aunque son de muy pobre calidad.

–Qué quieres, no había luz apenas –digo para mis adentros.

–Vemos en las fotos cómo un hombre abre el ataúd, aunque no se aprecia bien el interior porque lo tapa con su cuerpo.

Los tertulianos están boquiabiertos. El presentador habla en todas direcciones:

–¿Qué credibilidad dais a estas fotografías? El gobierno asegura que son falsas, que nadie ha abierto la tumba de Franco y que todo es un montaje. Pero una fuente del ministerio del Interior ha desvelado a este programa que también habría un vídeo de las cámaras de seguridad donde se vería a dos personas llevándose el cuerpo de Franco.

–Jo–der –murmura un tertuliano, siempre bocazas y hoy balbuceante.

–Es lo que pasa con tanto cachondeo sobre los restos de Franco –dice otro, director de un conocido periódico–. La izquierda puede estar contenta, ¿eh?, ha derrotado a Franco ¡cuarenta años después! Muy heroico todo...

Agarro con fuerza la mochila. Me parece que late entre mis manos. Sigo escuchando al presentador del programa:

–A esta hora no tenemos seguridad de si Franco está dentro de su tumba. Conectamos con el Valle de los Caídos cuando son las once y veinte minutos...

En el monitor aparece una reportera frente a la basílica:

–Hay mucho nerviosismo en el Valle desde que se han difundido esas imágenes. La Guardia Civil ha tenido que desalojar a un grupo de franquistas que pretendía levantar la lápida.

–Esto es de guasa, por favor, que vuelva Berlanga –dice un tertuliano.

–Si hace años hubiesen hecho lo que debían con el Valle de los Caídos, no tendríamos ahora este espectáculo –dice otro.

Acaban todos gritando. Es mi momento. Salgo del control, entro en el estudio sin que nadie se fije en mí. Avanzo bajo los focos, el presentador me mira con sorpresa.

Abro la cremallera de la mochila, saco la cabeza y la pongo sobre su mesa. Da un respingo al verla. Los tertulianos se quedan mudos.

Uno de producción me agarra del brazo para sacarme, pero el presentador lo frena con un gesto de la mano, y con otra señal ordena que siga el programa:

–Les aseguro que esto no estaba preparado. Ha aparecido aquí esta joven con esto que… no sabemos bien qué es. Está claro lo que parece, pero quiero pensar que lo has hecho en tu casa con papel maché…

–Es de verdad. Yo abrí la tumba. Yo hice esas fotos.


Tras un momento de indecisión, el presentador da una orden y un técnico viene corriendo a ponerme un micrófono. Los tertulianos me observan con incredulidad.

Busco la cámara que tiene el piloto encendido, y la miro directamente para hablar. Me apoyo en la mesa, con la cabeza a mi lado. Respiro hondo:

–Me llamo Carmela, tengo veinte años, y hasta hace poco yo era de las que creía que Franco era un rey medieval. O un presidente de la República. Que ganó una guerra hace cien o doscientos años. Que venció al comunismo. Que era comunista.

Tomo aire antes de seguir:

–Hace un momento, para venir aquí, he pasado por el arco que está en Moncloa. El “Arco de la Victoria”. Llevo dos años viéndolo a diario, camino de la facultad. Les juro que pensaba que era algo de la Guerra de Independencia. O de los reyes católicos. O más antiguo, incluso romano. No sabía de qué victoria hablaba. Ahora ya lo sé: la entrada del ejército de Franco en Madrid. Y supongo que también lo sabían todos los presidentes de la democracia que cada día durante cuarenta años han pasado con su coche oficial junto al arco, camino de la Moncloa. ¿No les extrañó tener un monumento fascista como no hay otro en toda Europa?

–Vete tú a Rusia, que verás allí…

–Déjala hablar, Paco –el presentador corta al tertuliano. Sigo:

–Tampoco sabía que en la Puerta del Sol, en el edificio de las uvas de fin de año, torturaron a miles de demócratas durante cuarenta años. He pasado muchas veces por allí. Siempre vi la placa que recuerda a los héroes del 2 de mayo, y la placa de los atentados del 11 de marzo. Ninguna placa me habló de los torturados, o los que murieron arrojados por una ventana. Creía que Billy el Niño era un vaquero, y no un policía torturador con medalla y protegido por el Estado.

Se me seca la boca:

–Como tanta gente de mi edad, pasé por el instituto sin estudiar ni la guerra ni la dictadura. Estaban en el temario, sí, pero se acababa el curso y no daba tiempo. Hasta hace dos semanas, si alguien me preguntaba por un país donde hubiese habido dictadura, persecución política, asesinatos en masa, exiliados, cárcel, censura, desaparecidos, bebés robados… Habría dicho Argentina. Chile. La Alemania nazi. Nunca España.

Veo tras las cámaras a un guardia de seguridad hablando con un walkie. Yo sigo:

–Tampoco en mi casa. Mis padres me enseñaron muchas cosas, les debo mucho. Hola, mamá, te mando un beso, que estarás alucinada. Mis padres no me hablaron del franquismo. Mi bisabuela me cantaba 'Ay, Carmela' para dormirme, y yo creía que era una nana. Mi bisabuela se pasó la vida con miedo, y ni ella nos contó por qué, ni la familia intentó averiguarlo. Se daba por normal que la gente de su generación tenía el miedo en el cuerpo.

Por una puerta entran dos policías, el guardia de seguridad habla con ellos. Me miran mientras sigo hablando:

–¿Cuántos más están como yo? ¿Cuántos descubren un día, de repente, que a su tío abuelo lo fusilaron, o que en su pueblo hubo cientos de asesinados, o que la farmacia de la esquina era de un republicano al que se la quitaron, o que una empresa hizo fortuna colaborando con la dictadura y usando mano de obra prisionera, o que ese viejecito simpático que vive en tu edificio era un torturador?

Hago una pausa dramática, me sorprendo yo misma de mi entereza. Cojo la cabeza, la levanto y la muestro a cámara:

–Llevan más de cuarenta años para sacarlo del Valle. Yo lo hice en unos minutos, con un gato de cambiar la rueda del coche. Se lo juro. Y no pasó nada. Na–da. No se abrió la tierra ni me alcanzó un rayo. Como no pasará nada cuando el gobierno se haga cargo de esto. Unos pocos protestarán, muy pocos. Nos los tomaremos a broma, aunque no tienen gracia y son ellos los que llevan décadas riéndose de nosotros.
Tampoco pasará nada cuando aquello deje de ser un parque temático fascista. Ni cuando de una vez el gobierno recupere de las fosas a los más de cien mil desaparecidos y permita a sus familias un entierro digno. No pasará nada. No estallará otra guerra, no se romperá España. Tampoco pasará nada si anulan los juicios del franquismo, si indemnizan a los expoliados. Ni si entregan a Argentina a los policías y dirigentes franquistas. Ni siquiera si los juzgan aquí mismo.

Ve terminando, Carmela, que los policías se acercan:

–Bueno, sí pasará algo. Que en este país respiraremos mejor. La democracia será un poco mejor, o un poco menos defectuosa. Haremos justicia con las víctimas, que solo piden eso. Justicia, verdad, reparación. Seguiremos teniendo problemas, joder, claro que sí, pero no tendremos ya este problema.

Quizás haya menos gente de mi edad que se tatúe esvásticas, porque sepan lo que es el fascismo y el daño que hizo en este país. Seremos más fuertes para frenar al nuevo fascismo, que no es el de la bandera con el aguilucho y lo tenemos ya a las puertas. Y la próxima vez que a alguien de mi edad le pregunten por Franco, no dirá que era un rey medieval.

Termino. Todos están en silencio. Tertulianos, presentador, técnicos. Me dirijo hacia la puerta del estudio, dejo la cabeza sobre la mesa. Cuando los policías van a agarrarme, me doy la vuelta, retrocedo. Saco de la mochila la carpeta y la grabadora, las dejo sobre la mesa:

–Si les gustaron las fotos, esto es mucho mejor.

Fuente de consulta: eldiario 

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Ay, Carmela: Decimonoveno capítulo

Resumen de lo publicado: en la redacción del periódico donde hace prácticas, Carmela descubre la relación entre su director y el policía de las cloacas que la persigue. Descubre mucho más
Me acerco por la otra acera, atenta a los coches aparcados y a la gente que pasea. No veo nada sospechoso, así que cruzo corriendo hasta el portal. Me tiembla la mano al meter la llave en la cerradura.

–Hola, ¿hay alguien en casa? ¿Mamá, papá?

Mi padre me saluda desde la cocina. En los últimos días, desde que perdí el teléfono, he llamado a casa desde teléfonos públicos. Si quieren saber dónde están las últimas cabinas de España, pregúntenme. Llamaba a mis padres para tranquilizarlos. Les contaba que seguía en el Valle de los Caídos trabajando para el periódico. Por eso no se sorprenden demasiado. Mi aspecto cochambroso es compatible con alguien que lleve dos semanas acampada.

–¿Qué pasa, que los fachas no tienen duchas allí? –me dice mi abuela, que vive con nosotros.

Entro en mi habitación. La han recogido un poco, aunque todavía se notan las huellas de las ratas de cloaca. Me lo contó mi madre anoche, cuando llamé desde un bar: habían entrado en casa unos "ladrones", no se llevaron nada de valor pero lo dejaron todo revuelto. Sobre todo mi habitación.

Me doy una ducha larga, para quitarme toda la mugre acumulada en dos semanas. Mugre del Valle de los Caídos. Mugre de la tumba del caudillo. Mugre de fundaciones franquistas y casas okupadas nazis. Mugre de Casa Pepe, y de la noche en Despeñaperros. Asco y miedo, que también se van por el desagüe.

Cuando salgo del baño, mi madre y mi abuela están viendo la tele, un programa informativo. Los tertulianos comentan las últimas noticias. El aumento de las visitas al Valle de los Caídos en un 50% en los últimos días. La decisión del prior de permitir la exhumación si el rey firma la orden. Mi madre discute con la tele, como de costumbre:

–¡Sacadlo ya de una vez, que parece que os da miedo todavía! ¡Que está muerto, no hace nada!

–Y cuando lo saquen, ¿qué? –dice uno de los tertulianos, como si respondiese a mi madre–. ¿Qué va a hacer después el gobierno para disimular su debilidad y su falta de proyecto? ¡Que convoquen elecciones de una vez!

–Mira que si la abren y está vacía –dice mi padre llegando de la cocina.

–¿Tú crees que está vacía, papá?

–Yo ya me creo cualquier cosa. Este es un país de pandereta.

–¿Y tú qué harías si te encontrases el cadáver de Franco?

–Jo, Carmeluca, qué preguntas se te ocurren. Te han sentado mal tantos días en francolandia. ¿Si me encontrase el cadáver? Preguntaría adónde va: ¿al contenedor amarillo o al de residuos orgánicos?

–Qué chiste tan original, papá…

–Yo sí sé lo que haría con él –murmura mi abuela desde su sillón.

–¿Qué, abuela?

–Le haría lo mismo que él le hizo a mi madre.

–¿A la bisa? ¿Qué le hizo?

–Meterle miedo. Mucho miedo. Eso es lo que le hizo Franco a tu bisabuela. Meterle el miedo en los huesos para que le durase toda la vida.


Mi abuela busca un pañuelo. Me siento y le tomo la mano para que siga hablando de su madre, mi bisabuela, la bisa:

–Cuando yo era joven, se ponía fatal si había una manifestación de estudiantes y sabía que yo andaba cerca de la universidad. Yo me burlaba, la llamaba exagerada. Un mes después de morir Franco, tu bisabuela me pidió que la acompañase al Valle de los Caídos. Cuando llegamos, esperó a que se fuesen los que iban a poner flores, y entonces pisó la tumba.
Dio unos taconazos fuertes en la losa. "Quiero asegurarme de que está bien cerrada", dijo, y no abrió más la boca en todo el camino de vuelta. Luego, cuando el golpe del 23F, le salió todo el miedo. Nos encerró en casa, con las persianas bajadas. Nunca la he visto tan nerviosa.

–¿Y no supiste de dónde le venía ese miedo? –pregunto, sin entender.

 –De la guerra, claro. Ella la vivió en el pueblo. Creo que allí mataron a unos cuantos vecinos. De todas formas la bisabuela era muy asustadiza. Me acuerdo de cómo se sobresaltaba cuando el camión del butano llegaba a nuestra calle pegando bocinazos.

–¿Tú sabes algo, mamá?

Mi madre parece agobiada cuando responde:

–Sé que lo pasó mal en la guerra. Pero como todo el mundo entonces, ¿no?

–¿Qué pasó en el pueblo? –insisto.

–No lo sé –ahora más avergonzada que agobiada–. Se vino muy joven a Madrid y allí no teníamos ya familia. ¿A qué vienen tantas preguntas?

Saco el móvil, hago una búsqueda rápida: pongo en Google el nombre del pueblo y añado "guerra civil". El primer resultado me vale. Leo en voz alta:

–"Cuando las tropas franquistas llegaron a la población, los vecinos más implicados en partidos y sindicatos huyeron. En los primeros cuatro días no hubo ningún fusilamiento, para que los huidos se confiaran y regresasen. A partir de ahí, más de cuatrocientas personas fueron asesinadas en pocas semanas.
Las llevaban al cementerio en un camión que iba dando bocinazos por las calles para que todos supiesen y así extender el terror. Los soldados entraban en las casas que les señalaban los falangistas locales. Sacaban a golpes de bayoneta a los hombres. A sus mujeres las rapaban, desnudaban y paseaban por el pueblo. A algunas las violaron".


Quedamos todos en silencio. También el televisor, al que le ha quitado el volumen mi madre. Un tertuliano hace aspavientos de indignación, mudo. Habla mi padre, por romper el silencio:

–Ay, Carmela, cómo has vuelto del Valle…

–¿Ay, Carmela? Cuando era pequeña la bisa me cantaba esa canción para dormirme. Muy bajito, casi no me enteraba de la letra, solo tarareaba: "Ay, Carmela, ay, Carmela…" Ni siquiera sabía lo que significaba. Yo creía que era una nana.

Ha oscurecido, no hemos encendido la luz y solo nos alumbra la tele, los tertulianos sin volumen. Ponen ahora unas imágenes antiguas. El entierro de Franco. Los operarios moviendo la lápida sobre los rodillos. Me vuelvo hacia mi padre.

–¿Y tú, papá? ¿Qué sabes de tu familia? ¿Qué hizo tu abuelo en la guerra?

–Mi abuelo… Bueno... Lo pasaría mal, como todo el mundo…

 –¿En qué año nació tu abuelo?

–Nació… En el 16… O el 17, no estoy seguro.

–Entonces por edad es muy probable que combatiese, ¿no?

Mi padre me mira como si le preguntase si el abuelo era mamífero o reptil. Duda antes de abrir la boca:

–Pues… Supongo.

–¿Supones? ¿No lo sabes? ¿No te importa si luchó en la guerra, ni en qué bando?

–Sí. No. La verdad es que nunca le pregunté. Ni tampoco a mi padre. De esas cosas no se hablaba en casa. En ninguna casa...

Miro a mi familia con estupor. Como no los había mirado nunca. Hablo con dureza:

–Esto es España, tal cual. Una testigo que no sabemos si también fue víctima y que calló toda la vida por miedo. Unos familiares que no le preguntaron. Un abuelo que puede que combatiese, y del que no sabemos ni si era republicano o franquista.

–No, franquista no, eso sí que no –protesta mi padre, pero yo sigo:

–Y una hija nacida en democracia a la que nadie ha hablado nunca de estas cosas. Esto es la jodida historia reciente de España, familia. Gracias.

Se quedan boquiabiertos, y para evitar el silencio incómodo, subo el volumen al televisor. Que hablen los tertulianos:

–¡Qué fácil es ahora meterse con Franco, eh, y no cuando estaba vivo! ¿Dónde estaban entonces todos esos antifranquistas?

–Tengo una idea –digo en voz alta, aunque en realidad hablo sola.

Fuente de consulta: eldiario 

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Las cloacas del periodismo: Decimoctavo capítulo

Resumen de lo publicado: tras escapar de un policía y huir con el cadáver de Franco, Carmela contacta con las víctimas del franquismo y presencia el desenterramiento de una fosa
Él me metió en este lío, pues que se coma él solito el marrón.

"Él" es Eduardo, el director de mi periódico, con el que no he vuelto a hablar desde que me dejé la mochila con el teléfono en aquella cafetería, cuando nos citamos con el policía. Fue hace tres días, ¿o hace ya cuatro? Me parecen meses.

Él me hizo ir al Valle de los Caídos y perseguir la primera foto del cadáver. Él insistió en que siguiese adelante hasta conseguir una buena historia. Así que lo justo es que ahora se quede él con este regalito.

Aparco cerca del periódico, abro el maletero y envuelvo el cuerpo y la cabeza en la manta. Lo levanto. Joder. No lo recordaba tan pesado, o soy yo que no me quedan fuerzas. Decido mejor mantenerlo en el maletero, y hablar primero con el director. Ya tendré tiempo luego de entregárselo.

Al entrar en la redacción, los cuatro redactores me miran con asombro, como si de verdad llevase el muerto en brazos. Como si yo misma fuese una muerta. De acuerdo, hace días que no me ducho ni me cambio de ropa, y apenas duermo. Mi aspecto es lamentable, vale.

–¿Está el jefe? –pregunto a Sole, de administración, que también se sobresalta al verme. Me contesta en voz baja:

–Ha salido a comer con un tipo que vino a verlo. Volverán en seguida, yo que tú me largaba antes. No sé en qué andas metida, niña, pero el tipo ese traía tu mochila.

–¿Mi mochila? –Sí. Creo que la han dejado en el despacho. Me ha dado muy mala espina. Entré un par de veces y me pareció que hablaban de ti. Callaron en cuanto aparecí. ¿En qué lío te has metido, Carmela?

Sin contestarle, entro al despacho del director. Y sí, ahí está mi mochila, sobre la mesa. La vacío y encuentro todo: mi cartera, las gafas de sol, llaves, pañuelos, una compresa y la grabadora que uso para las entrevistas. Todo menos el teléfono. ¿Dónde está mi móvil?

Busco sobre la mesa, y nada. Intento abrir los cajones, pero están cerrados con llave. Corro a buscar a Sole:

–Necesito abrir el cajón, quiero recuperar mi teléfono.

–La llave la guarda siempre encima, ya lo conoces. Mister secretitos. Pero esa mesa es una caca, es de las baratas. Se cree que tiene una caja acorazada, pero la puedes abrir con un clip. Eso sí, yo no te he dicho nada.

Gracias, Sole. Con una vulgar ganzúa hecha a partir de un clip estirado, abro el cajón. Dentro no está mi teléfono. Solo hay una carpeta delgada, y llevada por no sé qué curiosidad la abro. Dentro hay unas fotos. Hechas de lejos, con teleobjetivo y poca luz. Las miro bien, en todas sale el mismo hombre. Espera, yo a este lo conozco… Joder. Jo–der. Qué es esto. Qué mierda es esta. En qué andas metido, Eduardo.

–¡Agua, agua, que viene el jefe! –me susurra Sole desde la puerta. Buena gente, Sole. Harta de aguantar las ínfulas de Eduardo, que se piensa que dirige el Washington Post y solo le paga media jornada. Gracias por avisarme. La solidaridad de los precarios.

Meto deprisa todo en la mochila, para que la encuentre igual: la cartera, las gafas de sol, llaves, pañuelos, una compresa y la grabadora, que sopeso en la mano durante un segundo antes de soltarla dentro. Entreabro la puerta y veo que ya viene Eduardo. Acompañado por… ¡Joder! ¡Venga ya! ¡El que faltaba!

No hay otra salida, así que me encojo detrás de un archivador al fondo del despacho. Solo entonces, cuando estoy ahí temblando, me doy cuenta de que todavía llevo en la mano la carpeta que encontré en su cajón. Las fotos.

–Sole, ¿tenemos noticias de nuestra intrépida reportera? –pregunta Eduardo. Y sin verla, sé que Sole ha negado con la cabeza. La solidaridad de los precarios.

–¿De verdad crees que será tan tonta como para venir aquí? –pregunta el acompañante de Eduardo. Esa voz. Me cago viva al escucharlo.

Cierran la puerta, y supongo que se sientan a ambos lados de la mesa.

–Es una niñata –dice mi director–. Yo no me preocuparía mucho por ella. No tiene ni puta idea de nada, la pobre. Salen de la facultad como borricos.

–Pues la niñata se me escapó en Despeñaperros. Con ayuda de ese cretino, el emprendedor.

–Muy cretino no sería cuando se te escapó también, eh. Así que José Antonio consiguió escapar. Bien.

–No me lo recuerdes. Vaya hostia me pegué. Me despeñé como un perro, je, je.


–Bueno, dejemos ya eso. No llegará muy lejos, estará cagada de miedo, la pillaréis en seguida. Y además tenemos su teléfono –oigo el golpe de algo arrojado sobre la mesa. Mi teléfono, imagino.

–¿Y lo de Franco entonces? –pregunta el policía.

Dejemos en paz a los muertos y hablemos de cosas importantes, que tú no has venido aquí para traerme la mochila de una becaria fisgona.

Hablan durante unos minutos que se me hacen horas paralizada en mi escondite, con la carpeta apretada contra el pecho, las piernas encogidas, la respiración contenida.

Pronuncian nombres. Algunos los conozco. Otros no sé quiénes son, pero parecen importantes por lo que cuentan de ellos. Hablan de unas fotos, de un vídeo. Repiten mucho un nombre que por supuesto conozco. Sus fotos están en la carpeta que en cualquier momento buscarán en el cajón y no encontrarán, porque la tengo yo aquí, apretada contra el pecho. Hablan de las fotos. Hablan de fechas de publicación. Hablan de intermediarios. Hablan de abogados. Joder. De qué va esta mierda. En qué andas metido, Eduardo. Esto no son clickbaits ni noticias manipuladas para calentar las redes sociales. Esto es más. Mucho más.

Por fin terminan. Eduardo dice al policía que lo acompañará a la puerta, lo invita a un café si no lleva prisa.

–Un café o un cacharrito, venga. Subo enseguida, Sole. Si llama la niña le dices que quiero hablar con ella.

Me pongo en pie, estiro las piernas. Estoy entumecida, me duelen las rodillas, tengo todo el cuerpo en tensión, me cruje la mandíbula de tanto apretarla.

Cojo mi mochila, meto dentro la carpeta con las fotos. Y el teléfono, que han dejado sobre la mesa. Antes de salir busco dentro de la mochila la grabadora. Pulso "Stop". Me largo llevándomelo todo.

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Verdad, justicia y reparación: Decimoséptimo capítulo

Resumen de lo publicado: tras un enfrentamiento con el policía que les persigue, José Antonio se sacrifica para que Carmela escape. Ella coge el coche y huye con el cadáver de Franco en el maletero, sin saber qué hacer con él. Hasta que en la radio escucha hablar sobre las víctimas del franquismo
Imagínate que eres familiar de una víctima del franquismo. Que a tu padre, tu tío, tu abuelo o abuela, lo detuvieron, golpearon, encarcelaron, raparon, violaron, torturaron, asesinaron de un tiro en la cabeza, enterraron en una fosa. Que has tardado setenta u ochenta años en encontrar su cuerpo. Que no lo has encontrado todavía.

Y ahora imagina que llega alguien y te dice que tiene el cadáver de Franco en el maletero del coche. Y que te lo da, sin que nadie se entere. Para que hagas con él lo que quieras. Lo que quieras, sin que te pase nada. Tirarlo a la basura, quemarlo, echarlo a los perros, al mar o a una fosa anónima como la de tu abuelo. Lo que quieras. Usarlo de saco de boxeo, de diana para hacer puntería. Golpearlo, pisotearlo, escupirlo, mearlo. Lo que quieras. Dime, ¿qué harías con él?

Eso iba yo pensando hace un rato, cuando conducía hacia este pueblo. ¿Qué haría yo si fuese uno de esos familiares? ¿Qué haría si tuviese delante al principal responsable de su sufrimiento? O lo que queda de él, más bien.

Mientras conducía anoche desde Despeñaperros, escuchaba en la radio a Emilio Silva, nieto de fusilado y presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica. Silva contó que precisamente ahora estaba en una fosa recién abierta. Dijo el nombre del pueblo. Paré en una gasolinera, pedí un mapa de carreteras, busqué el pueblo. A más de doscientos kilómetros de donde me encontraba. Dormí un par de horas porque no me tenía en pie. Después reanudé la marcha, y puse rumbo hacia el pueblo, la fosa. Acabo de llegar, son las once de la mañana.

Encuentro a un par de ancianos en la plaza. Les pregunto si saben dónde está la fosa del franquismo, y me miran con severidad. Dicen que no lo saben. Mienten, y mienten muy mal. Pruebo en el ayuntamiento, y una funcionaria me indica cómo llegar, no está lejos.


Dejo el coche, camino siguiendo la antigua carretera, me acerco al cementerio. Ahí están, junto a la tapia. Un puñado de mujeres y hombres, todos silenciosos y cariacontecidos, rodean la fosa que ya está abierta. Bajo un toldo para sombra, varios jóvenes rascan la tierra alrededor de los huesos. Cuento quince cuerpos, todos en los huesos, muy juntos, encajados unos con otros. Siento frío. Lo llamo frío, por ponerle nombre. Después de varios días dando tumbos con un cuerpo embalsamado y a medio descomponer, de pronto la visión de estos cadáveres me hace muy real, dolorosamente real, su condición de muertos. Un día fueron hombres, mujeres, jóvenes, ancianos. A mi lado, una vecina les da cuerpo, rostro, nombre:

 –Ahí están mis dos tíos abuelos, los hermanos de mi abuela. Eran hijos del alcalde republicano. Mi abuela vio cómo los subían a un camión. Los tuvieron un mes en la escuela, que usaban de cárcel. Mi abuela les llevaba de comer, hasta que un día el guardia le dijo que no volviera, que ya no hacía falta. No sabíamos el sitio exacto, pero mi abuela se pasó la vida trayendo flores frescas, y después siguió mi madre, hasta hoy. Según el forense, tienen huesos rotos a golpes.

Sobre una mesa veo los objetos que van rescatando de la fosa: botas embarradas, una hebilla, botones, un lápiz, unas gafas sin cristal, casquillos de bala.

He dejado el cuerpo de Franco en el coche. Me parecía excesivamente dramático presentarme en la fosa llevando en brazos la momia. De pronto me parece irreal, hasta dudo de que siga en el maletero. ¿Lo habré soñado todo? Recuerdo los últimos días con una neblina de irrealidad, como si hubiese estado borracha.

Llega a la fosa un grupo de jóvenes. Me entero de que son estudiantes norteamericanos, vienen en verano como voluntarios, trabajan en fosas y así conocen el movimiento de recuperación de la memoria en España. Una mujer con acento sevillano, Paqui Maqueda, que dice llevar quince años abriendo fosas y pertenece a la asociación Nuestra Memoria, les cuenta su propio caso:

–A mi bisabuelo Juan lo asesinaron con 72 años, al poco de tomar los fascistas mi pueblo, Carmona. A uno de sus hijos, mi tío abuelo Pascual, lo asesinaron cuando intentaba escapar tras ser detenido y torturado. Otros dos hijos suyos, también tíos abuelos míos, Enrique y Juan, pasaron años en cárceles y campos de concentración. A los pocos días de asesinar a mi bisabuelo, le dijeron a su hija que le incautaban la casa, y la echaron a la calle con toda su familia.

¿Qué diría esta mujer si supiese que traigo el cadáver de Franco? ¿Qué querría hacer con el responsable del sufrimiento de su familia? Como si me hubiese oído, me responde indirectamente al conversar con uno de los estudiantes, que ha dicho que cuando el gobierno exhume a Franco deberían tirarlo a una fosa anónima, como hizo él con sus víctimas. Ella lo rechaza con expresión grave:

–No. Nosotros no podemos hacer eso, nosotros somos distintos. No queremos eso, ni para los nuestros ni para nadie. Si yo tuviese el cadáver, se lo entregaría a su familia. Dejarlo en una cuneta es atroz, sería darle el mismo trato que hemos recibido. No lo haría por dignidad, y por convicción democrática. Si algo marca la diferencia con el fascismo son los derechos humanos. Nadie tiene derecho a hacer eso con el cuerpo de nadie, por muy hijo de puta que haya sido y por mucho daño que haya dejado. Nunca hemos buscado venganza, sino justicia. Verdad, justicia y reparación.

–¿Y si…? –me atrevo por fin a hablar–. ¿Y si… tuvieseis delante el cadáver de Franco? ¿Qué le haríais?

Todos me miran como a una loca. Menuda pregunta, Carmela, a quién se le ocurre.

–No sé… Imaginaos que desapareciese de su tumba, y de pronto lo encontraseis. Ya sé que es una pregunta un poco… rara. Pero… ¿No os entrarían ganas de… hacerle algo?


La respuesta me la da otro hombre, que se une a la conversación, y que resulta ser el mismo Emilio Silva que oí anoche en la radio:

–A unos huesos no podemos ya pedirles cuentas, ni juzgarlos. Sí podemos hacerlo con los dirigentes y policías franquistas vivos. Por eso nos fuimos hasta Argentina, buscando la justicia que aquí nos niegan. Y las cuentas se las tenemos que pedir a quienes en democracia no han querido resolver la situación de miles de desaparecidos, la anulación de los juicios de la dictadura, la indemnización a las víctimas o la restitución de lo expoliado.

–Esta fosa –dice Paqui Maqueda, señalando los cadáveres–. Esta fosa no es un problema del franquismo. Dejó de serlo hace más de cuarenta años. Es un problema de la democracia.

–Y cuando saquen a Franco –continúa Silva– no se acaba el problema. Es algo simbólico, sí, y muy importante. Pero hace falta mucho más. Un plan nacional de búsqueda de desaparecidos. Lo que hagan con sus huesos no alivia la angustia de los familiares, sobre todo los de más edad, que temen morir sin haber encontrado a los suyos, como tantas mujeres y hombres han muerto en cuarenta años de democracia sin enterrar con dignidad a sus familiares.

Es hora de comer, los voluntarios salen de la fosa, se sacuden la tierra, se echan agua por la cabeza. Los vecinos vuelven al pueblo en silencio. Yo me voy al coche, a seguir mi camino, más confundida que cuando llegué, pero también con algunas cosas más claras.

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Un cadáver en el maletero: Decimosexto capítulo

Resumen de lo publicado: tras un último intento fallido en Casa Pepe, Carmela y José Antonio son localizados por un policía de la cloaca. Consiguen escapar y se internan de noche en Despeñaperros
Es de noche, conduzco hacia el norte, me persiguen y llevo a Franco en el maletero. Sí, Franco. Francisco Franco Bahamonde. Dictador español, 1892-1975. Su cuerpo embalsamado. O lo que queda de él.

Cuando tomo una curva o freno bruscamente, lo oigo golpear contra el asiento trasero, como si se revolviese o…

Vale, esto ya lo habéis leído. En el primer capítulo. Así comenzó mi relato, y aquí estoy por fin: huyendo hacia el norte, en un coche, conduciendo sola y con la momia en el maletero. Muerta de sueño. Me he mantenido despierta las últimas horas contando cómo he llegado hasta aquí.

Ya conocéis mi historia desde el primer día que pisé el Valle de los Caídos enviada por el periódico, hasta la noche que José Antonio y yo nos perdimos en Despeñaperros. Entre medias, un ir y venir con el muerto a cuestas, sin conseguir quien se lo quedase, y metiéndonos en cada vez más problemas. El remate ha sido esta mañana, en Despeñaperros, al amanecer. Es lo único que me falta por contar. Voy con ello.

José Antonio y yo pasamos la noche al raso, en un abrigo rocoso. No creo que durmiese más de dos horas, pero tan profundamente que al despertar no sabía dónde estaba. ¿Mi dormitorio en casa de mis padres? Noté claridad, intenté abrir los ojos pegados de sueño. Noté la cama demasiado dura, también era duro el peluche al que estaba abrazada. No era mi cama de casa, eso estaba claro. En cuanto al peluche, no me hizo falta despegar los párpados para saber a qué había pasado la noche abrazada:

–¡Joder, qué asco!

A la luz del amanecer aquello tenía un aspecto lamentable. Mucho más lamentable que cuando lo sacamos de la tumba. Sin ropa, con la cabeza separada, le faltaba un trozo de pierna y algunos dedos.

Miré alrededor, José Antonio no estaba. ¿Se había largado y me había dejado en medio de la sierra con aquel regalito? Maldito traidor, pensé. Esto me pasa por fiarme de un franquista.

Me giré y, desde debajo de la roca donde estaba escondida, vi unos zapatos. Unos tobillos. Las perneras de un pantalón.

–Qué susto me has dado, pensé que te habías…

No me dio tiempo a terminar la frase. Al llegar arriba, tras pantalón, cinturón y camisa, comprobé que no era José Antonio.

–Hola, guapa. ¿Me vas a cantar otra cancioncita?

Al menos ahora no me apuntaba con la pistola. Le abultaba en el pantalón. O era que se alegraba de verme.

–No he querido despertarte, estabas muy mona abrazada a eso. Y hablando de “eso”: ¿es lo que estoy pensando?

El policía empujó con el pie el cadáver momificado.

–¡Bingo! –dijo, sonriente–. Desde que os grabaron las cámaras de seguridad de la basílica os está buscando medio servicio de inteligencia. Todo con discreción, que con estas cosas es mejor no hacer mucho ruido.

Estaba claro que este policía era el típico malo que en las películas pierde tiempo en explicar cosas. Y eso siempre sirve para que los buenos piensen un plan para salvarse.

Yo no estaba para planes geniales. Tampoco me hizo falta: mientras el tipo hablaba, vi a su espalda a José Antonio. Salió tras un matorral unos metros más allá, donde debió de esconderse al ver venir al policía. Se acercó por detrás, sigiloso, mientras el poli seguía con su cháchara:

–Lo que menos necesita este país es un escándalo así. “Roban el cadáver de Franco”, imagínate. Pero se acabó vuestra fuga. Hasta aquí habéis llegado. ¿Dónde está tu amiguit…?

Sin terminar la frase, José Antonio se tiró encima de él, por la espalda y sin esperarlo. Lo tumbó y cayeron rodando. El policía intentaba darse la vuelta, José Antonio le clavó las rodillas en la espalda y le sujetó los brazos. Y yo sin saber qué hacer.

–¡Corre, Carmela! ¡Sálvate tú!

–Pero… ¿y tú…?

–¡Lárgate de una vez!

De acuerdo, era otra escena típica de toda película de acción: el momento en que el personaje que hasta ese momento había despertado pocas simpatías en el espectador, decide sacrificarse para que la protagonista pueda salvarse. De modo que yo era la protagonista, y tenía que ponerme a salvo. Tenía que correr.

Sin mucho pensar, agarré a Franco, su cuerpo y su cabeza, y eché a correr. Atrás quedó José Antonio forcejeando con el policía, que daba manotazos y maldecía.

Corrí por una cornisa de vértigo, bordeando el precipicio por el que tuvimos suerte de no caer anoche. Bajé una pendiente pedregosa con el culo, como un tobogán. Avancé por un cañón escarpado. Me calé las zapatillas al cruzar el arroyo, subí un terraplén, y al levantar la pierna para salvar el quitamiedos de la carretera, escuché el disparo.

Sí, eso era un disparo. Retumbó en el desfiladero. Joder. José Antonio.

Reanudé la carrera hacia el bar Casa Pepe, que a esa hora temprana todavía estaba cerrado. Solo había dos coches en el parking, el de José Antonio y el del policía. El maletero estaba todavía abierto, tal como lo dejamos al huir. Metí dentro a Franco y lo cerré. Subí al coche. Las llaves estaban puestas, no me pregunten por qué, esas cosas siempre pasan en las películas y nadie se hace esas preguntas.

Arranqué y salí de allí también en plan peliculera, derrapando y chirriando ruedas, levanté una polvareda de fugitiva. Me incorporé a la autovía, pisé a fondo y aquí estoy: llevo todo el día conduciendo. Por carreteras secundarias, de pueblo en pueblo, para evitar la autovía y los controles policiales. Pronto llegaré a Madrid.

Piensa deprisa, Carmela, piensa deprisa. Qué vas a hacer con eso del maletero. Dónde lo puedes dejar para que no lo encuentren. No es tan fácil deshacerse de un muerto, aunque lleve cuarenta años muerto. Los cadáveres siempre acaban saliendo a flote de los pantanos, los animalillos los desentierran en el bosque, un pastor los encuentra. Ni siquiera sé cómo hundir un cuerpo en el agua. Es mejor que se lo quede alguien.

Hace un par de horas pensaba volver al Valle y meterlo de vuelta en la tumba. Otra locura. También valoré contactar con la familia Franco y entregárselo. O dejárselo a un cura, ya que según me contó José Antonio en uno de sus monólogos, la iglesia católica era uña y roña con el caudillo. Pero entonces puse la radio del coche, y justo estaban hablando del temita.

En la radio entrevistaban a un tal Emilio Silva, nieto de un fusilado y presidente de la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica.

Emilio Silva contó que sentía mucha vergüenza de vivir en un país donde las familias de las víctimas tienen que pagar con sus impuestos el mausoleo que homenajea a su asesino: “¿Imaginan que los familiares de las víctimas de cualquier otra violencia, el terrorismo, los crímenes machistas, el narcotráfico, tuviesen que pagar de por vida una tumba con honores para sus verdugos? Pues con las víctimas del franquismo lleva décadas ocurriendo…”

En la entrevista, Silva dio una cifra que me impactó: más de cien mil asesinados en fosas comunes. Ciento catorce mil. La mayoría todavía desaparecidos. Habló de todas esas familias que no tienen una tumba, mientras la democracia muestra tanta consideración con la familia del dictador. Una familia que además, según contó, se enriqueció, esquilmó y robó aprovechándose de su situación. Terminó diciendo que la democracia tiene una deuda con las víctimas, y que sacar a Franco del Valle es una forma de empezar a reparar esa deuda.

Y entonces me dije: muy bien, Carmela, ya sabes lo que puedes hacer con eso que llevas en el maletero.

Fuente de consulta: eldiario 

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Rumba la rumba la rumba la...Decimoquinto capítulo

Resumen de lo publicado: La huida con el cadáver de Franco lleva a Carmela y José Antonio hasta Despeñaperros. Tras intentar dejarlo en un bar franquista, se produce un encuentro inesperado en el aparcamiento.
–¡Quietos los dos! Soltad eso y poned las manos donde pueda verlas.

Más que una orden, pareció un hechizo: José Antonio y yo nos quedamos quietos, sí. Paralizados. Tan tiesos como el cadáver del maletero.

En la oscuridad apenas distinguíamos una sombra que se acercaba desde la zona sin iluminación del aparcamiento. Levantamos las manos lentamente, que es lo que todos hemos aprendido del cine.

–Encontraros ha sido más fácil de lo que pensaba.

Salió por fin a la luz, y bajo la farola lo reconocimos: el policía de aquella cafetería en Sol. El de la cloaca. Y sí, llevaba una pistola en la mano, la misma con la que nos apuntó en el Metro.

–¿Cómo has dado con nosotros? –preguntó José Antonio, iniciando el típico diálogo de película de acción. Deseé que el policía también fuese un malo de película y nos concediese tiempo dando explicaciones innecesarias. Así fue:

–Un colaborador os vio entrar en el Hogar Social. Le parecisteis sospechosos, y cogió la matrícula del coche. Os hizo una foto disimuladamente, así os identifiqué. Las cámaras de tráfico hicieron el resto hasta llegar aquí.

–No hemos hecho nada –dije yo.

–Dejadme ver qué lleváis en el maletero –adelantó un paso. José Antonio tapaba con su cuerpo nuestro secreto.

Entonces vi salir del bar a un hombre. Encendió un cigarrillo, miró hacia nosotros. Era el tipo de la barra, el que se encaró conmigo cuando le hice una pregunta impertinente sobre Hitler. Cinturón rojigualda, hebilla con aguilucho. Pedirle ayuda no parecía la mejor idea. Así que tuve una de esas ideas que es mejor no pensar demasiado. Empecé a cantar, primero bajito:

–“El ejército del Ebro,

Rumba la rumba la rumba la,…”

El policía levantó la pistola hacia mí.

–¿Por qué cantas? Cállate…

Tuve la exagerada confianza en que no me haría nada mientras hubiera un testigo. Levanté más la voz: –

“… Una noche el río pasó,

Ay… Carmela, ay, Carmela…”

Vi que el fumador adelantaba un par de pasos hacia nosotros, imaginé su cara de estupor y subí un poco más la voz:

–“…Pero nada pueden bombas,

Rumba la rumba la rumba la…”

–Oye, guapa, no es momento para cancioncita –dijo el policía, cada vez más nervioso, pero yo no callaba:

–“…Donde sobra corazón, Ay, Carmela, ay, Carmela…”

Escuché al tipo del cigarrillo, allí junto a la puerta del bar:

–Será hija de puta la niñata esa…

Así que canté más fuerte, ya a gritos:

 –“…Luchamos contra los moros,

Rumba la rumba la rumba la…”

El policía me tapó la boca y forcejeé para decir las últimas palabras:

–“…Mercenarios y fascistas,

Ay, Carmmmmm…”

El fumador ya no estaba en la puerta.

–Ahora nos dejamos de tonterías, eh –amenazó el policía. Me soltó un bofetón que me tumbó, y a José Antonio un rodillazo en el estómago.

Desde el suelo los vi salir del bar: el fumador furioso, los tres jóvenes nazis, dos viejos y unos cuantos soldados. Venían hacia nosotros:

–¡Rojos, hijos de puta!

–¡Os vamos a dar rumba la rumba!

El policía miró a los atacantes sin entender nada. Sacó la placa y la mostró, pero había poca luz, así que levantó la pistola y disparó al cielo. Los fachas se quedaron clavados, varios se tiraron al suelo.

–¡Soy policía, hostias! Volved todos adentro.

Los tipos retrocedieron a la carrera. Cuando el policía se giró hacia nosotros, ya no estábamos.

–¡Corre, niña, corre!

 –¿Por qué nos ha dejado el muerto en el coche?

José Antonio corría con el cadáver bajo un brazo y la cabeza en la otra mano. Yo le seguía unos metros por detrás.

–¡Alto ahí! –gritó el policía. Su voz sonó lo bastante lejos como para que viésemos viable la fuga. José Antonio saltó por encima de un quitamiedos, bajó a trompicones un terraplén y yo tras él.

Apenas veíamos nada, el cuarto menguante de luna no daba más que para intuir un árbol antes de chocar. Tras dos tropezones, uno él y otro yo, optamos por andar en vez de correr. Pisamos agua, cruzamos un arroyo, decidimos seguir el cauce para tener una referencia, hasta que el terreno se fue estrechando y escarpando.

Trepamos por una pendiente pedregosa, alcanzamos un alto. Vimos a lo lejos las luces de Casa Pepe, los faros de los coches que marcaban la autovía invisible.

–Tenemos que alejarnos un poco más.

Reanudamos la marcha por una zona elevada. Escuchábamos el agua correr muy abajo.

Reconocimos un precipicio justo a tiempo de no caer por él. Al pisar el borde cayeron piedras, tardaron unos segundos en golpear el agua.

–No podemos seguir a oscuras. Esto es un desfiladero. Por algo se llama Despeñaperros. Por aquí despeñaban a los infieles después de la victoria cristiana en las Navas de Tolosa.

Pena no tener el móvil para comprobar en la Wikipedia si era cierto u otra joseantoniada. Buscamos abrigo entre dos grandes rocas que formaban una pequeña gruta. Nos sentamos y me cayó encima todo el cansancio acumulado, de golpe. Tanteé el suelo a oscuras, con aprensión. Arena, piedrecitas, una raíz. ¿Una raíz?

–¡Joder, qué asco, le he cogido la mano! Espero que fuese la mano... ¿Te importaría dejarlo ahí afuera?

–No quiero que se lo coman los bichos.

–Pues échalo más para allá. Esto es como dormir dentro de su tumba.

Hablábamos en voz baja. Escuchábamos ruidos silvestres. Todos los crujidos parecían pisadas.

–¿Qué vamos a hacer?

–Por ahora, esperar a que se haga de día.

–¿Y si nos encuentra? –nos imaginé como dos cadáveres abandonados en el desfiladero, con un disparo en la frente. Nos comerían los bichos.

–Nunca pensé que una canción roja me salvaría la vida. Buen truco lo de “Ay, Carmela”.

–Me la cantaba mi bisabuela de pequeña, para dormirme, en voz baja, muy despacito. Nunca me había parado a pensar lo que dice la letra. Una nana que hablaba de bombas y fascistas.

–¿Cómo pasó tu bisabuela la guerra?

–Me siento fatal, porque no lo sé. Murió siendo yo muy pequeña. Y nunca he preguntado a mi familia. Me avergüenzo.

–Seguro que fue una gran mujer.

–¿En serio? ¿Una roja que cantaba canciones republicanas?

–No me conoces, Carmela.

–Es la primera vez que me llamas por mi nombre.

–No soy un monstruo. Ni siquiera soy tan franquista como parezco. He mamado franquismo en mi casa, eso sí. Y mi familia debe mucho a aquel tiempo. Tampoco te niego mi admiración por muchas cosas buenas que hizo Franco, y simpatizo con el falangismo, el auténtico, no el de esos niñatos de ahora. Pero no soy ciego, ni tonto. Hay muchas cosas de aquella época que no me gustan. Y no estoy muy orgulloso de lo que yo mismo hice de joven. Estoy harto de las dos Españas y toda esa mierda.

–¿A qué viene todo este discursito ahora? ¿Entonces por qué nos hemos llevado a Franco?

–Supongo que quería hacer algo grande. Llevo años fracasando, un negocio tras otro. Debo dinero a mucha gente. Vivo con mi padre, no tengo tarjeta ni cuenta bancaria porque me lo embargan todo. Pensé que todavía quedaría gente dispuesta a recompensar con generosidad una acción así. Pero ya ves que no.

–Ni un duro.

–Mi plan B era que tú vendieses la noticia y las fotos, por eso te elegí a ti, por ser periodista.

–Ni siquiera tengo el teléfono con las fotos. Y no pienso contar esta historia. ¿Quién se la iba a creer? ¡Mira dónde hemos acabado! En Despeñaperros, de noche, bajo una roca y con un muerto que se cae a trozos.

Fuente de consulta: eldiario 

¡Gracias por leerme!

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